No necesitamos las predicciones del cambio climático para saber cómo el colapso ecológico puede acabar con una civilización; el pasado nos ofrece abundantes ejemplos: templos mayas abandonados, el fecundo Sáhara invadido por las dunas, imperios socavados por la salinización, culturas precolombinas arrasadas por El Niño, la isla de Pascua arruinada por la deforestación, los vikingos expulsados de Groenlandia por el frío... Las fechorías del clima cambiante componen un largo rosario de calamidades.
Del trasfondo ecológico de esas catástrofes hemos tardado bastante en darnos cuenta. Aunque hoy el cambio climático y sus consecuencias pesan enormemente sobre nuestro presente y futuro, durante mucho tiempo se consideró el medio ambiente un actor secundario en la historia. Preferíamos atribuir los derrumbamientos sociales a las invasiones, rebeliones o crisis económicas, minimizando el impacto de las sequías, las inundaciones o la desertización. Pero al factor ambiental ya no se le puede seguir ignorando.
Lo saben bien los arqueólogos, climatólogos y paleoantropólogos que han salido a revisitar el pasado. Han hurgado en los sedimentos del suelo y en el polen prehistórico, leído en los anillos de los árboles, interpretado muestras del lecho marino y escudriñado las fotos de los satélites. Con la información obtenida han reconstruido por ordenador algunas de las fluctuaciones climáticas que sacudieron la vida de nuestros ancestros.
Sus pesquisas arrojan nueva luz sobre los mitos de sequías legendarias e inundaciones de dimensiones bíblicas. Después de todo, no eran pura fantasía. Tomemos la épica sumeria de Atrahasis, del siglo XVIII antes de Cristo. Las tablillas conservadas en el Museo Británico dan cuenta de las sequías, las hambrunas y la desecación que se ensañaron con la cuna de la civilización. Los habitantes de la fértil Mesopotamia se toparon con un problema peliagudo: la salinización de sus tierras por el abuso del riego. Optaron entonces por sustituir el cultivo de trigo por el de la cebada, mucho más resistente a la sal. Pero con los altos niveles de evaporación, la sal siguió acumulándose y los suelos se tornaron blancos, dicen las tablillas. Así se acabó el momento de gloria de Sumer.
Las dunas del Sáhara encierran una historia parecida. Por el hielo de la cumbre del monte Kilimanjaro (Tanzania) sabemos que hace cuatro milenios una sequía azotó África durante ¡300 años! En el norte africano, la inmensa sabana tapizada de vegetación se transformó en el desierto que conocemos. Sus moradores emigraron al valle del Nilo, y donde pastaban elefantes y cebúes sólo transitaron camellos. Los científicos atribuyen el fin de las precipitaciones abundantes y estables a la alteración del régimen de vientos y lluvias, causada por las oscilaciones periódicas de la órbita terrestre, que hacen variar la radiación solar recibida en cada hemisferio.
Otra sequía monstruosa intervino en uno de los mayores enigmas arqueológicos: la desaparición de los mayas. Los sedimentos de los lagos del Yucatán conservan la memoria de una sucesión de sequías a partir del siglo IX, una de las cuales duró 150 años. De nada valieron los sacrificios a los dioses, las plegarias de los sacerdotes emplumados: urbes y centros ceremoniales fueron abandonados. Los investigadores de la Universidad de Florida (EE.UU.) responsabilizan del hecho al Astro Rey, a un ciclo de 208 años de mayor actividad solar que se desarrolló en aquellas fechas.
Tampoco salieron mejor librados los habitantes de la isla de Pascua. Entre los siglos XIII y XVII de nuestra era floreció allí una sociedad relativamente sofisticada; pero cuando desembarcaron los europeos en 1722 encontraron a los isleños hundidos en el hambre y el atraso; de su esplendor sólo subsistían las colosales estatuas de piedra. ¿Qué fuerza irresistible los devolvió a la barbarie? Ahora sabemos por el análisis botánico que una razón fue la deforestación. Sea por la tala desmedida, sea por la llegada de ratas que acabaron con sus palmeras, los nativos se quedaron sin materia prima para sus chozas, herramientas y canoas, y sin combustible para hacer fuego.
La destrucción de los bosques también tuvo parte de culpa en el súbito declive de la cultura de El Argar (Almería), una de las primeras sociedades urbanas de Europa Occidental. El polen y los rastros de carbón recogidos en la Sierra de Baza por José González Carrión (Universidad de Murcia) y sus colaboradores relatan el pasaje de un ecosistema de pinares y robledales a otro de matorrales y arbustos, con muchos incendios de por medio. La demanda de madera para la minería y de terreno para el pastoreo, sumada al exceso de población, empujaron a la cultura argárica al precipicio.
A veces el cataclismo lo produjo una combinación desafortunada. Hacia el año 1.600 antes de Cristo, un cóctel de terremotos, lluvias torrenciales y desertización barrió del mapa la cultura supe, creadora de las primeras pirámides en tierras americanas. El geólogo David Keefer y el antropólogo David Sandweiss, de la Universidad de Maine (EE.UU.), han encontrado las huellas del seísmo que erosionó los valles de la costa central peruana. A continuación, las lluvias de El Niño arrastraron el material erosionado al mar, formando una barrera de arena que luego los vientos enviaron tierra adentro. La franja costera devino en un erial, y el polvo se tragó a Caral, la urbe más antigua de América.
Señalar la capacidad humana para trastocar el medio ambiente no debe hacernos olvidar que, en ocasiones, la presión del entorno funcionó como acicate. "El clima poco benigno ayudó a modelar la civilización", afirma con rotundidad el antropólogo británico Brian Fagan, autor de El largo verano. Su obra abunda en ejemplos de cómo los cambios abruptos estimularon la adaptación humana, en especial a lo largo de los últimos 15.000 años de tiempo cálido.
¿Ejemplos? El descenso del nivel del mar en la última glaciación, que creó un puente natural en el estrecho de Bering, a través del cual los asiáticos colonizaron el continente americano. O las fluctuaciones orbitales que hace 6.000 años debilitaron el sistema monzónico, abriendo una fase árida que movió las poblaciones dispersas a refugiarse en enclaves con agua, pastos y tierras productivas: los primeros núcleos urbanos.
En la cuenca del Ebro, en concreto, la crisis "forzó un cambio cultural, obligando a los cazadores-recolectores a volverse agricultores sedentarios", explica Penélope González, experta del Instituto Pirenaico de Ecología-CSIC. "El polen es un indicador clave, ya que la vegetación reacciona muy rápido a las modificaciones ambientales".
Cada movimiento del termómetro produjo ganadores y perdedores. Los refugiados del clima que se concentraron en las riberas del Nilo, huyendo de las arenas saharianas, formaron la masa crítica del florecimiento faraónico. En el siglo VII antes de Cristo, la entrada de una masa de aire cálido en el Mediterráneo favoreció el cultivo del trigo y propició el auge de Grecia y Cartago primero, y del imperio romano después; pero una variación climática posterior arruinó las cosechas de ese cereal, aumentando la vulnerabilidad de Roma a la presión de los bárbaros. La tendencia cálida entre el año 900 y el 1.300 -el llamado Óptimo Climático Medieval- apuntaló la prosperidad de Europa del Norte (¡los ingleses exportaban vino a Francia!), pero llevó a los Andes la sequía que arruinó la portentosa cultura de Tiahuanaco.
Por eso los especialistas advierten de que un "determinismo ecológico" sería tan miope como reducir el medio ambiente a mero telón de fondo. Los altibajos de las civilizaciones son más complejos; no reconocen una única causa. El ecocidio decidió la debacle en pocas ocasiones; la mayoría de las veces fue sólo la gota que colmó el vaso.
Por otra parte, no todas las culturas sucumben al desafío de un entorno adverso. Las travesuras de El Niño descalabraron la sociedad supe, pero en el Perú preincaico, el pueblo chimú salió adelante con una sabia gestión del suelo y sus recursos hídricos. En su libro Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras no, el geógrafo Jared Diamond relaciona el auge y posterior fracaso de las colonias vikingas en Groenlandia con el sucesivo calentamiento y enfriamiento del planeta en el curso de unos pocos siglos, y enseguida señala un ejemplo contrario: los esquimales, que supieron adaptarse mejor al mismo medio hostil. La última palabra, en definitiva, la tiene la organización social, su flexibilidad.
El catastrofismo retrospectivo presenta un peligro: llevarnos a ver desastres ecológicos donde no los hubo. Se ha llegado a imputar la extinción del hombre de Neandertal, hace 32.000-29.000 años, al enfriamiento registrado cuando el Atlántico se colmó de icebergs y las aguas polares irrumpieron en el Mediterráneo. Sin embargo, un estudio de las Universidades de Leeds (Reino Unido) y Barcelona sostiene que, aunque las condiciones empeoraron en el norte europeo, el registro polínico de Gibraltar da fe de un clima más benévolo. "Los neandertales sobrevivieron a ese periodo frío", explica Isabel Cacho, una de las autoras del trabajo, profesora de la universidad barcelonesa; pero no niega la incidencia del medio ambiente: "Las poblaciones grandes y complejas que viven al límite de sus recursos se vuelven más frágiles a la variación del entorno. No hace falta un gran cambio climático para el derrumbe; puede bastar con la sobreexplotación de los recursos hídricos".
La arqueología nos enseña que el planeta viene calentándose y enfriándose cíclicamente (aunque eso nunca ocurrió de la noche a la mañana). La novedad es que ahora estamos alterando los ciclos; de ahí la utilidad de sacar enseñanzas de los desastres del pasado. Fagan destaca la lección de "cómo la sequía puede desestabilizar una sociedad y llevarla al colapso". Otros enfatizan el desequilibrio entre población y recursos naturales. Jared Diamond subraya la incapacidad de los antiguos para entender y prevenir las causas del deterioro ambiental.
Autor: Pablo Francescuitti |
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